Hoy día la luz eléctrica ha difuminado nuestros temores nocturnos en la claridad del día; pero, en la antigüedad, la oscuridad de la noche, tan solo paliada por las tenues caricias lunares, cobraba mucha más importancia en el devenir cotidiano: cuando caía el Sol, el trabajo se detenía y tan solo los más osados y los malintencionados se atrevían a deambular entre las tinieblas, momento en el que también encallan los barcos y se aproximan los traidores enemigos, entre otros sucesos funestos. Por tanto, no resulta extraño que los griegos le atribuyesen a la Noche (Nyx) una descendencia de lo más espantosa.
El primero de los hijos que alumbró sin intermediación de padre alguno fue a Moros («la Suerte»), al que siguieron Ker y el alado Tánato («la Muerte»). Parió también a Hipnos («el Sueño») y a la tribu de los Sueños. Por si fueran pocos, además fue madre de Momo («la Burla»), el doloroso Lamento, y las Hespérides, unas ninfas que custodiaban un jardín, situado en el extremo occidental del mundo, en el que crecían frutos de oro.